Hay personas que nacen con una actitud de brazos
extendidos y son recibidas con una misma actitud desde el mundo, otras son
expulsadas y patalean preguntándose en dónde estoy. El silencio es feroz. En
lugar de llorar, gritan; su voz será su compañera en la ruta del silencio. Eso
es nacer y hay que ponerle voluntad y valor a la vida. Yo vine así. Todavía me
rodea el silencio. Eso lo agradezco.
En octubre de 1960 aparecí y me pusieron de nombre
Marcela porque estaba de moda en Francia. El apellido era el de mi papá. En
Argentina recién se usa el apellido de la madre si ella quiere. En las botellas
y en los envases miraba y veía que todo tenía escrito MR. Le pregunté a mi papá
y me dijo que era por mí. Me alegré mucho. Supe después que no era verdad pero
el gesto me gustó.
Una vez afuera hay que vivir o morir. En medio
nada. Quería ser médica, iba a
estudiar con una amiga a la que llamo La Reina. En un momento dudé, pensé en
química e ignoro por qué pues la materia me resultaba compleja e
incomprensible. Igual creo que al ver morir a mi prima a los 15 años, me di
cuenta estando casi a diario en el hospital, que eso no era lo mío. Tampoco sé
por qué alguien que lee vorazmente desde los 6 años quería ser médica; quizá
influenciada por alguna serie televisiva.
La pieza clave al momento de decirme por una
carrera, fue mi profesora de literatura de 5º año. Pero ella me aconsejó
estudiar literatura infantil ya que era un campo poco frecuentado o mal frecuentado.
Lo pensé y me decidí por Letras, quería dedicarme a la literatura francesa pero
al no hablar la lengua cursé literatura argentina II. Había hecho lingüística
general con una de las mejores lingüistas del mundo, una argentina que había
llegado en vísperas de la democracia. La profesora de prácticos, que luego fue
muy importante también en mi vida, me aconsejó hacer una vez recibida, un
seminario con la misma profesora con la que había cursado la materia. Yo en ese
momento estaba dando clases en el CBC, descontenta pero sin ganar mal. Hacer el
seminario me cambió la vida.
Presenté mi trabajo final y pensé que me lo iba a
destruir: trabajé sobre las lexías de Barthes y aunque adoro a Barthes, dije como
siempre lo que pensaba: sólo le sirven a él. Para mi sorpresa la Dra. Lavandera
pensaba igual y me aprobó con un 10. Luego dejé todo y fui ayudante de ella en
su cátedra y la lingüística se apoderó de mí hasta el día de hoy.
Mis recuerdos más bellos de trabajo son aquellos 8
ó 9 años en la cátedra. Tuve la suerte también de dar por primera vez Gramática
Textual en la cátedra de mi amigo de la vida, Martín, junto a otra querida
amiga. Fue precioso. Pero no estaba aún consciente de que algo precioso (el
trabajo) se cuida de otra manera, también estaba la mujer en mí: mi dificultad
para embarazarme, la alegría de amamantar a mi hijo mayor y años después a Luna; en definitiva ser madre y esposa. Sin
embargo…
Dejé de trabajar para atender mi hogar pero una
parte de mí se detuvo como si hubiera muerto… Al despertar, me vi sola, rota,
fragmentada; las astillas vidriosas se me clavaban en los ojos, en las manos.
Olvidé que era lingüista, que estudié arte, fotografía, que supe ser maestra de
inglés; me olvidé del inglés, del francés que sabía y del italiano que leía
bien.
Al mismo tiempo supe lo que es el poder. El de los otros. El mío. El poder de los otros me lastimó, me devolvió una idea de mundo ajena a
mí. Mi padre no me sostenía en brazos como en la foto, había muerto hacía rato.
Ya no había sonrisas en mi alma, poco a poco fui perdiendo algo y a alguien… y
entre pérdidas y enfermedades, entre dolores y alegrías, aprendí a vivir.
Yo decido lo que quiero, así que me puse a corregir
textos. No sé bien si lo material me dejó o sin querer lo dejé partir. No es
una broma no saber qué se come al otro día pero ya lo había vivido. Uno regresa
al primer amor o al primer terror; al principio a ambos. Tal vez el vértigo es
eso: la suma de ambos. No sé vivir de otra manera. Me gustaría. Hacer
equilibrio duele. Pero a veces me digo: pobre aquel que no sabe tener un pie en
el aire.
Algunas fotografías tienen alma. Otras, estigmas. No me llevo
bien con las últimas aunque en una de mis fotografías, sentada plácida en un
sillón en casa de amigos y en la que aún parezco linda, se notan las heridas. Mi
cara no es la misma. No sólo el paso del tiempo, el dolor físico y el otro
dejaron en mí una imagen que aún desconozco. Mi sonrisa era mágica. No soy
bella. El tiempo real se apoderó de mí, no le di permiso pero se lo tomó.
Cuando era chica íbamos de vacaciones forzosas a
Mar del Plata. El hermano de mi padre tenía un aparato de diapositivas. Le sacó
a sus hijos y a mi prima y a mis hermanos y a mí varias instantáneas durante
algunos años. Cuando nos sentábamos en su living a mirarlas me parecía un cine.
En ese living habitaba el temor, yo lo sabía. Se olía el miedo de mis primos,
el temor de mi padre, la violencia contenida de mi madre, la resignación de mi
tía, la sensación de poder total de mi tío. En contraste, estaba la alegría de
mis hermanos, mi felicidad ante las imágenes y por saber que yo de ahí me iba y
ese terror no me pertenecía.
En la película La
amante del teniente francés casi en el final, una persona pregunta cuál de
los dos finales van a rodar… Una historia enmarca a la otra, sólo habrá un
final para cada una. Todos los que la vimos entendimos las intenciones dobles y
el juego. Hay muchos juegos dentro de esa película y muchas más historias que
las que se cuentan. Como un guión infinito.
Pero es una película y es ficción. En la vida
"real" no hay dos finales, los protagonistas no hicimos casting;
nosotros improvisamos y el director nunca grita corten pues no hay director, somos nosotros mismos.
La escenografía es lo que podemos armarnos alrededor de la mejor manera
posible, también corre por nuestra cuenta la producción. Dependiendo del lugar
en dónde hayamos nacido el paisaje es mejor o menos malo pero también, a veces
tiene solución. Cuando miro hacia mi pasado (cosa que intento no hacer), sé que
no hay dos finales posibles. Sólo uno. En definitiva, es eso lo que dice la
película. Cuando uno tuvo posibilidades que otros no tuvieron, deberíamos
pensar bien cómo nos gustaría que sea el fin la historia.
Creo que la palabra, que es en verdad uno mismo, es lo que debemos
defender. Nuestras palabras son
nuestra película. Lo que aprendí mejor en mi vida es cómo contármela, cómo
vestirme con mi palabra, gritarme acción y seguir rodando. Lo mejor que uno
pueda. Lo mejor que uno pueda no es
lo mejor que pueda el otro o aquellos, es lo mejor de mí, lo mejor que yo
pueda. Sin mirar la película del otro. Ahí es donde el proyecto se nos cae. Lo
mejor de uno es uno.
Argentina, febrero de 2014.
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